Durante los últimos años hemos constatado que tenemos un sistema de justicia que opera con criterios diferentes dependiendo de quién sea el acusado. Hemos sido testigos de penas severas para personas que cometen hurtos o roban y penas ridículas -como clases de ética- para aquellos que estafan a miles de chilenos o defraudan al Estado de Chile por millones de pesos. Pareciera que Chile cuenta con una justicia diferenciada para pobres y para ricos.
Uno de los principales factores dice relación con el catálogo de ilícitos que tenemos como sociedad. La definición del delito es el punto de partida de la justicia criminal. En base a esta selección de conductas se echa a andar la máquina estatal para castigar ciertos comportamientos y no hacer nada frente a otras.
¿Qué ha pasado en Chile? Casos como los de las colusiones, la evasión de impuestos y otras formas de delitos de cuello y corbata, nos muestran que muchas acciones profundamente dañinas para la paz social y económica no tienen sanciones conforme a la legislación actual. Al mismo tiempo, delitos menores, como los hurtos o las formas de robo sin violencia, o incluso el pirateo de CD tienen sanciones incomparablemente altas para el daño que ocasionan.
El problema, entonces, tiene que ver con la legislación penal que establece -o deja de establecer- sanciones respecto de actividades que son dañinas para la sociedad. Dentro de estas acciones no sancionadas por la ley penal hay grandes vacíos en lo relacionado con la actividad económica o empresarial, la extracción de recursos y la afectación al medio ambiente, la corrupción y en general los delitos de personas privilegiadas y con poder. Esto no es casualidad. Estos grupos buscan activamente, a través del lobby en el parlamento, evitar que ciertas actividades -que favorecen sus intereses- sean objeto de la sanción penal, al tiempo que se muestran proactivos en que otras acciones -contrarias a sus intereses- sean sancionados penalmente.
Respecto a la actuación de los jueces, se debería avanzar en modernizar el Poder Judicial, aumentar el control institucional y avanzar en formas más democráticas y transparentes para elegir a los magistrados, garantizando sus competencias, experiencia e idoneidad.
Algo similar sucede con el Ministerio Público, los encargados de perseguir los delitos. Son los fiscales quienes tienen la facultad exclusiva de iniciar una investigación que puede conducir a una sanción para alguien que ha cometido un delito. Sin embargo, su configuración actual se traduce en un Ministerio Público con excesivas facultades y con escasos controles a su actividad. Así como ocurre con los jueces, el Ministerio Público es libre de perseguir judicialmente a ciertas categorías de personas y ciertos tipos de delitos, sin que existan mecanismos de rendición de cuentas en su actuar. El resultado ha sido una persecución penal que para la ciudadanía deja muchas dudas respecto de sus criterios y formas de decidir.
Por lo anterior, resulta fundamental que una nueva Constitución garantice la sanción de todas aquellas actividades, acciones u omisiones que generen perjuicios graves para la sociedad, ya sea desde un punto de vista social, económico o medioambiental, determinados desde el punto de vista del daño social que provoca.
Esto implica, además, ampliar y cambiar la mirada individual del delito y repensarlo desde las acciones dañinas que generan las organizaciones, las empresas o el mismo Estado. Este punto de partida es crucial para balancear el sistema de justicia sobre todo cuando sabemos que la historia de las instituciones penales nos enseña que la acción del Estado recae principalmente sobre los más desfavorecidos de la sociedad.