¿De qué hablamos cuando hablamos de nueva Constitución? Normalmente la asociamos a una lista de derechos humanos. Y es cierto, una de las principales funciones que tendrá nuestra nueva Constitución será, precisamente, reconocer aquellos derechos que son más importantes para asegurar que el Estado los proteja y garantice para todas las personas que habitan su territorio.
Las constituciones contemporáneas reconocen el derecho a la vida, a la seguridad física y síquica, a la igualdad ante la ley, entre otras importantes libertades civiles y políticas, y garantizan derechos sociales como el derecho a la salud, a la educación, a la seguridad social, etc. La nueva Constitución que redactaremos en Chile tiene que mejorar y profundizar en su catálogo de derechos fundamentales y sobre eso he hablado en este espacio y en otros, adelantando algunas ideas que nos podrían ayudar a superar el Estado Subsidiario para contar con un Estado Social, Democrático y Ecológico de Derecho.
Pero en esta columna me quiero referir a otra función que tienen las constituciones, y que se refiere a la organización del poder. Es también un aspecto central de toda Constitución, porque de la organización y distribución del poder público depende la satisfacción de los derechos fundamentales de las personas. Al final del día, las políticas públicas dependen de cómo se define el poder del Presidente, del Congreso y del resto de los órganos del Estado. Y eso ciertamente es materia constitucional.
La Constitución de 1980 ha demostrado tener muchos problemas en la forma de distribuir los poderes públicos. Ello no es extraño, porque esa Constitución tiene un diseño original temeroso de la democracia, lo que en su momento se denominó el modelo de “democracia protegida”. Fue una Constitución escrita entre cuatro paredes por personas afines a la junta de gobierno que lideraba la dictadura, quienes quisieron “fijar” en el texto constitucional un modelo político y social que los gobiernos democráticos no pudieran cambiar en el futuro.
Varios de esos problemas del diseño original de la Constitución de 1980 se han mantenido en el tiempo. Así, Chile tiene un sistema híper-presidencial, que otorga amplios poderes al Presidente de la República para que, desde el gobierno central en Santiago, defina buena parte de las políticas públicas que se adoptan en el país. El Congreso Nacional, que es el órgano representativo por excelencia en una democracia constitucional, en muchos ámbitos funciona más bien como un buzón de los proyectos de ley que envía el Presidente y que se tramitan de acuerdo a los ritmos que impone el poder ejecutivo. También está el problema de las leyes que necesitan super-mayorías para ser aprobadas, las famosas “leyes orgánicas constitucionales”, lo que ha significado un obstáculo para aprobar reformas estructurales de importantes políticas públicas.
Por último, la Constitución establece un Tribunal Constitucional súper poderoso que también puede frenar reformas importantes y necesarias.
Los problemas en la manera con que la Constitución de 1980 regula la organización del poder no terminan en la distribución de poderes entre el Presidente y el Congreso. El texto constitucional no ha favorecido un proceso de descentralización política importante en el país y no contempla mecanismo alguno para que la ciudadanía participe de la toma de decisiones políticas. De nuevo, es una Constitución temerosa de la democracia.
Y lo que necesitamos es una nueva Constitución que no le tema a la democracia.
La primera Constitución de Chile escrita a través de un procedimiento democrático, participativo y con igualdad de género tiene que hacer los ajustes necesarios respecto de cómo se organiza el poder, pero sobretodo tiene que profundizar la democracia que tenemos en nuestro país. Tiene que equilibrar los poderes del Presidente con los del Congreso Nacional. Tiene que permitir que se aprueben leyes oportunas y eficaces que resuelvan los problemas de las chilenas y los chilenos. Tiene que contemplar mecanismos de democracia directa que permita a la ciudadanía participar de las decisiones que tomamos como país. Y tiene que apostar por una decidida descentralización.
Después de años de promesas incumplidas, este año tendremos por primera vez elecciones de gobernadores regionales mediante voto popular. Pero este es sólo un primer paso. La nueva Constitución puede avanzar hacia una mayor descentralización, permitiendo el traspaso de poderes desde el gobierno central al gobierno regional, y estableciendo una institucionalidad que permita el diseño y la posibilidad de implementar políticas públicas pensadas desde la región. Lo anterior debe llevarse adelante con respeto tanto al principio de responsabilidad fiscal como al de solidaridad interregional, estableciendo mecanismos de compensación financiera entre regiones, con un objetivo claro: que todas y todos los habitantes de Chile podamos vivir dignamente.